Problemas de audición
Artículo publicado originalmente en el blog de su autor.
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En el año 92 las primeras crónicas que llegaban desde festivales de una película titulada Reservoir Dogs, de un tal Quentin Tarantino, solían destacar el impacto de su cruda violencia, y especialmente el de una terrible secuencia de tortura en la que a una persona se le caía una oreja con ayuda de una navaja de afeitar. Esto, en realidad, no se veía, puesto que la cámara en el momento justo de producirse el corte realizaba un paneo para dejarlo en fuera de campo. Decían aquellos cronistas que esto generaba todavía más impacto: los espectadores tenían que imaginarse el horror de la escena, lo que convertía a este recurso en algo increíble.
Como espectador del año 92, esta muestra de desapego por parte de una oreja me generó un efecto aproximadamente nulo. Es cierto que por aquel entonces me dedicaba a rastrear por videoclubs groserías ultraviolentas bastante más explícitas, pero eso no explicaba mi incapacidad para entender por qué era tan efectivo dejar esa tortura en un fuera de campo tan artificioso. Y a lo mejor a esto hay que darle una vuelta.
La cámara puedes moverla o no. Cuando lo haces estás decidiendo a qué prestas atención, y en ocasiones, cómo. Tarantino no utilizaba un movimiento natural, acompasado a algo que sucedía en escena: apartaba el encuadre de tal manera que al otro lado de la pantalla la gente no tuviera dudas de que dependía de sus decisiones. Esto podría gustar o no, pero además podía surtir efecto o no.
La tercera acepción de la RAE indica que violencia es “acción violenta o contra el natural modo de proceder”. Violencia era que el Señor Rubio le cortara una oreja a Marvin Nash, pero también que Tarantino desplazara la cámara para encuadrar una pared, porque no era el modo natural de proceder.
En mi caso, gustándome aunque no me causara ese efecto, sí me hizo preguntarme qué provocaba que el público se horrorizara.
Todo esto me vino a la mente mientras veía Adolescencia. Sin ánimo especial por visionarla, por la desgana que me produce el que algo se convierta en recurrente tema de conversación, cuando el Gobierno británico anunció que la proyectaría en institutos para combatir los discursos de odio me pareció que era un esfuerzo pertinente.
Los aspectos básicos de la miniserie son, creo, de sobra conocidos: cuatro capítulos para contar el caso de un adolescente que mata a una compañera, tratando de entender los cómos y no los porqués, porque no los hay, pero si el origen de una conducta homicida, y todo rodado en cuatro largos planos secuencia que a veces parecen dar más que hablar que la propia historia.
Como con la oreja de Tarantino, optar por un tipo de decisiones visuales, en este caso los planos secuencia, puede ser una forma de violencia, porque en Adolescencia hay una intencionalidad clara de transmitir un enfoque social que se ve entorpecido en la apuesta por el formato: estos planos, sin trampa, dificultan las elipsis, la introducción de puntos de vista, y hasta la integración de detalles que pudieran ser de utilidad a la historia.
A pesar de esto, en el primer capítulo se hace un uso modélico de estas limitaciones. El director y los guionistas son capaces de falsear una elipsis espectacular (el encuentro de las patrullas de camino a la casa). El punto de vista varía limitando el conocimiento de los hechos casi de forma natural, al mismo tiempo que el público puede no saber, pero también los propios personajes. La dificultad para integrar detalles es útil para no darles un peso excesivo, ni protagonismo, y de esta manera el visionado de una cámara de seguridad se convertirá en algo que se intuye más por la reacción de las caras de quienes lo ven, que por lo que pueda divisar el público.
Los siguientes capítulos son, a mi modo de ver, más discutibles en su uso del plano secuencia. Estando magníficamente escritos, dirigidos e interpretados, ¿qué ganan exactamente? ¿Introducir cortes entre secuencias habría restado intensidad o valor?
En realidad está claro que cuestionando esto yo debo estar equivocado, puesto que para muchísima gente Adolescencia es la miniserie de los increíbles planos secuencia. Que además trata un tema duro, sí, pero la de los planos secuencia.
Aunque a lo mejor a fuerza de repetir “plano secuencia” se puede llegar a la conclusión de que hay un desequilibrio entre el fondo y la forma.
Adolescencia realiza un esfuerzo por asomarse al nihilismo de la juventud actual, pero con las intenciones de adultos: contar lo mal que está ese mundo. Curiosamente, para hablar de eso a nadie parece haberle interesado investigar cuál fue el camino de años que condujo a esta situación. Este es otro problema del plano secuencia: complica demasiado introducir flashbacks, y la huella del pasado hay que darla por hecha. O ignorarla.
De la misma manera, en la serie la mirada es siempre adulta, con la excepción de dos momentos en que personajes protagonistas reconocen su culpa al verse aleccionados por su descendencia por no haber prestado atención a lo que estaba sucediendo. Ante esto te preguntas si estas voces jóvenes solo tienen interés para explicar qué significan los emojis, si alguien les preguntó en algún momento del desarrollo de guion qué opinaban del mundo adulto.
Partiendo de estas dudas, no sé cuál es el valor de proyectar la serie en institutos ante audiencias que probablemente no sean capaces de soportar ni ¼ de cada uno de los planos secuencia, porque su capacidad de atención está alterada desde hace mucho, porque el mundo adulto que sostiene a estas audiencias permitió que sucediera: que se desvincularan de un mundo que durante milenios desarrolló unas capacidades de narración y transmisión para las que probablemente ya no estén preparadas.
En realidad, creo que todo esto habría que analizarlo desde una perspectiva generacional, como casi todo. Los cronistas que se asustaban de la oreja de Tarantino no eran los mismos que también en el año 92 aplaudían en los pases de Braindead, de Peter Jackson, en donde un personaje en proceso de zombificación enriquecía sus natillas con la oreja que se le acababa de caer. Entre unos y otros, probablemente con un salto de edades entre ellos, existía una manera muy diferente de asistir al maltrato de orejas.
En el año 1995 se estrenó Kids, de Larry Clark, película de limitado valor cinematográfico en el que unas adolescentes recorren un Nueva York habitado por juventud drogada e hipersexualizada para tratar de localizar a un muchacho infectado de SIDA. Sin embargo, su valor sociológico siempre fue enorme, a un lado y al otro de la pantalla: el estilo pseudo documental utilizado por Clark implicaba que mucho de lo que se veía tenía una base real, pero al mismo tiempo al salir del cine podías escuchar a gente alegrándose de que todas esas salvajadas fueran cosa de la degradada Norteamérica.
El fondo y la forma son, como casi todo en esta vida, mutantes, y dependiendo del punto de vista su sentido varía de manera radical. 30 años después, creo que ya no se puede negar que en buena medida Kids era anticipatoria y no se quiso ver, y el problema de esto es que no se quiso aprender.
Pero el fondo y la forma no sirven solo para hablar de entornos de marginalidad, ni de su explotación por parte de sectores privilegiados, sino para indagar también en cómo se normaliza un tipo de narración, cómo la apropiación de la manera de relatar establece dinámicas, normaliza códigos y establece límites en lo que se puede transmitir. O resumiendo: como por hacer caja el mundo adulto ha jodido a la juventud.
De Adolescencia se dirá, se dice, que su drama emana de los infiernos de TikTok e Instagram, pero lo que no se reconoce es que estos infiernos han existido porque, durante años, de un modo u otro, han ofrecido beneficios al mundo adulto.
No es tan sencillo como reducirlo a entornos radicalizados dentro del mundo de las redes, porque el auténtico problema es que esos entornos radicalizados supieron ver una oportunidad en estas narrativas que surgían de los nuevos lenguajes de las redes, que a su vez probablemente venían del empobrecimiento gramatical derivado de las grandes superproducciones que han tenido cautivas las pantallas desde los primeros 2000.
En 2018 se estrenó Tu Hijo, (en Netflix) película de Miguel Ángel Vivas producida por Enrique López Lavigne (un punto importante, siempre), y protagonizada por un José Coronado que te lleva a los mismísimos infiernos. La sinopsis oficial dice tal que así:
La vida del doctor Jaime Jiménez se viene abajo cuando su hijo de 17 años queda en estado vegetativo debido a una brutal paliza que recibe a la salida de una discoteca. Tras ver que la justicia no hace nada por detener a los culpables, él mismo emprenderá un viaje a los infiernos en busca de venganza.
Construida en pocos planos, con la presencia de algunas tomas largas y virtuosas en el manejo del encuadre, sin ceder a la tentación de mostrarlo todo cuando sabe que ni debe ni puede, Vivas construye una película adulta para personas adultas, porque toda ella se sitúa sobre el conflicto como su razón de ser: qué hacer ante un suceso de este calibre, y cómo actuar cuando empiezas a descubrir que tal vez lo que creías de la vida de tus seres queridos no se correspondía con la realidad.
Este fondo, y la forma, ya servían para hablar de algunas de las cosas que ahora se han querido descubrir con Adolescencia, pero el mundo de 2018 no era el actual: quería ser más inocente, quería pensar que podía volver la vista a su antojo para no ser testigo de aquello que no le gustaba.
El fondo y la forma implican decidir, una toma de postura, y tal vez parezca que en Adolescencia esto sucede, pero en el fondo, salvo el primer capítulo, lo que favorece es fragmentar aún más una visión de la realidad en la que hay que empezar a detenerse. Vivas, que en Secuestrados (2010) ya había exprimido el plano secuencia, sabe que en Tu Hijo también tiene valor el contraplano, el flashback o la elipsis, aunque en ocasiones los use para generar momentos de silencio, de pausa, de reflexión. Eso tampoco lo sabrá ver la chavalada contagiada por los nuevos lenguajes audiovisuales, pero es que era el público adulto quien se tenía que haber enterado antes de que fuera tarde.