Goio Borge: “Una mirada larga y directa al guionista y al actor como personas que darán lugar al arte”

APM 12 Outubro 2012

Inquieto e inquietante, son palabras que parecen hechas para Goio Borge. Esperar su veredicto es sinónimo de contener la respiración porque su inmensa capacidad para absorber y procesar parece no contemplar la respuesta sencilla que, obligadamente, hay que formular: “Pero… ¿te gustó?

Su visionado de Máscaras reúne, además, todas las características de lo que ahora sabemos que no son las condiciones ideales para esta película: a la primera versión le sobraban unos cuantos minutos, las transiciones eran mejorables, gana en pantalla grande (el ordenador no lo puede tener todo) y en compañía se convierte en una “experiencia”.  Pero Goio pasa por encima de estas “nimiedades” porque sabe de cine, y de literatura, y de historia, y de…

Y encima es un provocador nato, lo sabe, le gusta y ejerce. Lo deja claro en su reflexión sobre Máscaras.

La narración occidental lleva siglos narrándose a sí misma. Puestos a ser fundacionales, el mismísimo Quijote de Cervantes es una obra metaliteraria, una obra cuya escritura se autorreferencia y que llega a bromear dentro del texto con su propia publicación. Hoy en día la metaliteratura puede llegar a plantearse como un todo, como en la magnífica y reciente HHhH de Laurent Binet.

El teatro no es inmune: al ejemplo tópico moderno de Pirandello y sus Seis personajes en busca de autor podemos añadir a Shakespeare para alcanzar la época de Cervantes y observar cómo Hamlet le contaba al rey que sabía lo suyo mediante la representación de la comedia teatral que llega a Elsinor.

En el caso del cine lo cierto es que el cine dentro del cine es un subgénero en sí mismo. Y hay una multitud de películas que hablan o reflexionan sobre el cine porque sus protagonistas trabajan o disfrutan del audiovisual, porque el autor escoge una estructura similar a la de la construcción artística, o porque se utilizan ideas (en guión o en puesta en escena) propias del arte cinematográfico.

Por no hablar del cine narrando su propia historia y estética, como sucede en las Histoire(s) du cinema de Jean-Luc Godard. El cine tiene su propio término, que muta de metaliterario a metacinematográfico, y los ejemplos son incontables. Se podría decir que una de las historias que más le gusta narrar al arte cinematográfico es a sí mismo, a su propio artificio como modo de entender la verdad, como le pasaba al tío de Hamlet.

Máscaras es una película metacinematográfica. Narra con una mirada directa y cercana cómo se gesta una película: el desarrollo del guión, los ensayos, el rodaje, el estreno. Las diferentes fases de la producción de un cortometraje son vistos en pantalla con una naturalidad desbordada: la escritura del guión plantea dificultades, la elección del casting resulta complicada, tiene que sufrir descartes más o menos dolorosos, y el rodaje prácticamente desnuda las personalidades del director y los actores en su lucha por conseguir escenas adecuadas al criterio estético del primero.

La película no muestra el resultado del trabajo, sino que se centra en el proceso. El cortometraje, titulado Calcetin(e)s, bien podría no existir, como sucede en la mayoría de casos de cine dentro del cine. Pero, peculiarmente, sí que existe y cuenta la historia de un chico que busca a quien le ayudó cuando se desmayó en una sala de su centro de estudio y trabajo, y del que sólo ha visto sus calcetines.

Supongo que muchos críticos precipitados llamarían a esto un making-of. Debo reconocer que para explicar el proyecto en su faceta exclusivamente cinematográfica suele ser la definición más socorrida. Pero es engañosa: los making-of se iniciaron como potenciadores del marketing de los grandes estrenos, especialmente si este era de grandes efectos especiales, y ahora son simples rellenos de las ediciones en DVD. A todos nos fascinaron en un principio, pero supongo que el exceso de cromas acabó aburriendo al público.

En Máscaras no hay nada del ritmo y la capacidad de asombro instantáneo y efímero que se exige a estos productos. No hay grandes revelaciones de los protagonistas, no hay posibilidad de hacer referencias a conocimientos previos del espectador, porque ni el director ni los actores son conocidos y porque es bastante improbable que el espectador se haya encontrado nunca con algo como Máscaras. Porque rodar una película, por actividad apasionante que pueda parecer, no es nada fácil. Se trata de conectar a diversos talentos, todos de personalidad generalmente creativa, en unidades específicas de tiempo y espacio donde volcar su potencial bajo el interés artístico (o industrial) normalmente de una persona.

En el caso de Máscaras, el interés del director es subrayar con el montaje el peso del proceso creativo: al principio el ritmo es pausado y subraya las dificultades del inicio del proceso, cuando empezar los proyectos es más duro, existen más dudas, aunque también más posibilidades. A pesar del uso de varias cámaras digitales, no existe un montaje acelerado sino una mirada larga y directa al guionista y al actor como personas que darán lugar al arte. Este se hace esperar y explota con alegría durante el rodaje, donde se van previendo los logros del film y los actores luchan contra su propia capacidad de representación con objeto de entregar sus personalidades particulares al objetivo estético de la película.

Pero, claro, nadie piensa en estas cosas cuando se trata de hablar de Máscaras, dado que el hecho de estar escrita e interpretada por discapacitados es el factor más relevante de la producción. En efecto lo es, pero pensemos un tanto en la presentación del supuesto conflicto entre desarrollar un proceso –el cinematográfico- al que se le exige un perfeccionismo determinado con el hecho de ser interpretado por personas a las que socialmente se les niega la capacidad de alcanzar ese perfeccionismo.

En primer lugar, esa perfección formal no existe: la tecnología desmonta cualquier pretensión de hiperrealismo o ultraveracidad técnica cada diez años o menos. Por lo tanto, culturalmente es un prejuicio, o un autoengaño al que nos inducimos como espectadores. En segundo lugar, la cinta muestra a un director dirigiendo a sus actores sin caer en veleidades paternalistas, en una relación que se antoja más madura que la que las crónicas informan sobre las grandes estrellas del cine.

En este punto parece haber una crítica malévola pero sutil del director hacia el mundo profesional en que se quiere introducir, supongo, después de haber dirigido Máscaras, que es su primera película. No estamos lejos del famoso consejo de Hitchcock sobre nunca contratar a niños, animales, ni a Charles Laughton…

Hace poco he visto una película que ha cruzado varios de estos puntos que les he contado. Se trata de César debe morir, de los hermanos Taviani, ganadora del Oso de Berlín en 2012. Aquí se trata de los ensayos de una representación teatral de Julio César (de nuevo Shakespeare), que el director organiza en las instalaciones de la cárcel cuyos presos interpretan la obra. Hoy el preso que interpreta a Bruto es actor profesional, y otros dos intérpretes han resultado ser escritores.

En el sentido cinematográfico, Máscaras es más radical y suspende aún más la incredulidad del espectador para alcanzar un producto cinematográfico completo, con indudables valores pedagógicos y éticos que funcionan por la ausencia magnífica de una sola mención o un subrayado al respecto. En este caso, la ausencia de travellings también es un asunto moral.


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